martes, 29 de marzo de 2016

UN JUDÍO COMÚN Y CORRIENTE: EL HOMBRE ANTE SU CAPACIDAD DE INCOMPRENSIÓN

Un judío común y corriente. Director: Manuel González Gil. Protagonista: Gerardo Romano. Libro: Charles Lewinsky. Versión en español: Lázaro Droznes. Música: Martín Bianchedi. Escenografía: Marcelo Valiente. Funciones: Viernes y sábados a las 21:00 horas, en el Chacarerean teatre (Nicaragua 5565, Ciudad Autónoma de Buenos Aires). 

Con Gerardo Romano me pasa una cosa rara. No me engancho con sus trabajos televisivos. No me convence, me da falso, como un tirador de líneas profesional. Un tipo con porte y presencia, que conoce los resortes del oficio y sabe cómo manejarlos. Pero en teatro es otra cosa. Parado en el escenario no sólo me convence, también me conmueve. Lo siento como actor, como animal de las tablas capaz de dejar el lomo en una inflexión, tomando el riesgo de saltar al vacío con ese silencio que es pausa y acción reflexiva, poesía y discurso ideológico. Veo el texto que sale de su boca y reconzco las horas de ensayo en busca del tono justo, aunque la fluidez con que lo dice me jura y perjura que no, que esas frases y esas ideas acaban de generarse en su cerebro, apenas una millonésima de segundo antes de llegar a la garganta, habiendo hecho una parada estratégica en los huevos. 


Un judío común y corriente (Ein ganz gewöhnlicher Jude, 2005) es teatro. O sea que, en la piel de Romano, el unipersonal de Charles Lewinsky se hace arte imitando a la vida (o vida imitando al arte, no estoy muy seguro). Es un texto denso, complejo, incisivo, apoyado en las contradicciones identitarias que a todos nos definen. ¿Quién soy? es la pregunta existencial que nos lleva de la mano hasta la tumba, sin importar religiones, condiciones sociales y/o empoderamientos intelectuales. Pero esa pregunta universal suma condicionantes particulares para Emanuel Goldfarb, judío alemán que vive en Hamburgo, periodista de cierto relieve e intelectual de fuste, que empezará a cuestionarse sobre el significado de la identidad judía mientras decide si acepta (o no) la invitación de un profesor de Ciencias Sociales de una escuela secundaria alemana, movido por la intención (¿inocente?) de abrir el diálogo entre un judío y sus alumnos alemanes, que acaban de abordar el nazismo en sus aulas. 


La construcción y el mantenimiento de la Memoria aparecen, enseguida, como los grandes temas de la obra. Y lo hacen desde la perspectiva de la tercera generación de alemanes (judíos y no judíos), nietos de los asesinos y de los muertos, todos ellos lacerados por el peso de la Historia y las historias familiares que los signan y resignifican. El Holocausto es aquel genocidio perpetrado por los alemanes sobre el pueblo judío, pero sigue siendo también parte del compendio actual de prácticas sociales adoptadas (y adaptadas) por el capitalismo internacional. Son (y se pregunta si está bien que así sea) las responsabilidades individuales y colectivas sobre Auschwitz y sobre la franja de Gaza. La problemática concreta de una población presa de las consecuencias del nazismo, la problemática concreta de los judíos que no viven en Israel.


Antes de optar por la tolerancia en la diversidad, el texto se permite transitar con un humor woodyallenesco, la naturaleza de las tradiciones, las prácticas religiosas, los preceptos éticos y la convivencia con la culpa. Vista en la Argentina, la cuestión judía que plantea la obra permite (y promueve) la metaforización del Holocausto en nuestra última Dictadura, porque la propuesta es netamente superadora de tiempos, espacios y circunstancias. Habla del Hombre y de su eterna, inabarcable, capacidad de incomprensión. 
Fernando Ariel García

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